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El trencito que une Haedo y Temperley
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El trencito que une Haedo y Temperley
Diésel. La vieja estación Haedo del Roca y el único tren que une el oeste y el sur del GBA.
Hay paro de colectivos. Y llueve, diluvia. Mujeres, hombres y chicos –una minimultitud– se guarece bajo techo en la estación Haedo. Pero no esperan el Sarmiento en esta tarde ferozmente húmeda. Miran a la distancia a ver si llega el tren patito feo del Conurbano, el único de toda la red suburbana que une el oeste con el sur, el único que corre a lo ancho del GBA. Llega hasta Temperley, tiene tres vagones (uno furgón), lo tracciona una locomotora diésel. Sigue una ruta paralela (alejada, desangelada) al Camino de Cintura.
Desde los andenes del Sarmiento, todos vinieron esquivando charcos, muchos sin paraguas. Con gorros, con camperas, con bolsas, con mochilas, en zapatillas, mojados sin remedio. El techo de costado es un cuadrado alto y breve. Están apiñados. Sopla viento y se empieza a sentir frío. Pocos sacan boleto. Un cartel en la boletería, escrito a mano, dice: próximo servicio 14.53 . Ya son pasadas las tres de la tarde, y nada.
Entre los que se van sumando aparece un corpulento cartonero habitué, empapado, que abre un surco de prepo con su carro. Y se ubica más allá, pegado a las vías, en la pole position . Nadie conversa. Apenas se escuchan las gotas contra la chapa y contra los charcos. Algunos se empiezan a correr de lugar, empujan: la chapa tiene un par largo de agujeros.
A las 15.07 surge la máquina, a punto de cruzar el paso a nivel de avenida Rivadavia. Viene lenta, resopla, tira humo blanco y para de a poco en el andén ansioso, como resbalando sobre los rieles. La multitud mustia cobra vida. En un segundo, se fragmenta en tantos pedazos como puertas encuentra. Hay una fugacidad de tensión: los de arriba no pueden bajar, los de abajo no pueden subir. Se escuchan quejas, algún insulto al aire. Pero, en un santiamén, los vagones se llenan de gente sentada y parada. Cartón lleno. Y de a poco renace la calma.
En la última puerta del segundo vagón, pegado al furgón, queda espacio para rezagados. Adentro el vaho es espeso, los cuerpos se amontonan, se chocan y buscan alejarse: resignación. Las ventanillas por fuera tienen pintadas grafiteras. Casi no se ve el exterior y las luces del vagón todavía no se prendieron. Todo parece gris y pegajoso. Recostados en la puerta contraria al andén, dos hombres (mochila a la espalda, abrigos con capucha) arrancan la conversación, animados como nadie.
–...es que no te dan laburo así nomás. Y lo que conseguís es para changuear: en alguna obra o de vigilador...
–No está nada fácil.
–Por eso me animé a irme un tiempo para allá.
La máquina ya se desenganchó del furgón y quedó a la cabeza del primer vagón, en sentido inverso al que vino. Y el convoy arranca por fin, a 15 minutos de haber llegado. Vuelve a cruzar Rivadavia y cuando una hora después atraviese Hipólito Yrigoyen ya estará al toque de Temperley. Son las dos únicas avenidas troncales que cruza. Lo demás que pasa por el vidrio turbio es una paleta del Conurbano crudo, casi un vía crucis de 11 estaciones: va de la clase media a la pobreza, con grandes zonas de villas en medio de charcos de barro, o de agua. Al costado se encadenan también puentes peatonales, alguna autopista, precarios techos de chapa sujetados con ladrillos sueltos, jardines enrejados, el cementerio de Tablada, el Mercado Central a lo lejos, estaciones-apeaderos. Y un tramo casi al final dentro de la reserva de Santa Catalina: no será el trencito de las Cataratas, pero el verde a esa altura huele a oasis.
–Nos llevaron a Comodoro y de ahí en micro a Caleta, que está más abajo. Nos esperaba una camioneta que le entró a dar y dar. En un momento llegamos a una tranquera en medio del campo. No había ni pasto; de vez en cuando se veía una manada de ovejas, nada más. Recién a la hora y media de andar apareció el campamento donde íbamos a trabajar.
–Ya estarían cerca de la cordillera.
–No tanto. Las montañas se veían, pero de lejos.
Los vagones se desinflan de gente en la estación Intendente Turner, la quinta parada, antes de la mitad del recorrido. Ahora sobra el espacio que faltó antes. Algunas ventanillas van semiabiertas, la lluvia salpica adentro. Nadie las cierra. Resurgen las casas pegadas a la vía, viene una curva corta a la izquierda, la avenida Yrigoyen, y otra larga curva en medio de un enjambre de vías que preanuncia el final del trayecto. Nadie habla, a excepción de ellos.
–Eramos 300 hombres con un solo televisor de 29 pulgadas. Ni señal de celular había. Nos prestaban un teléfono satelital para hablar con la familia, 14 minutos por día. Nada más.
Parece cuento: puede haber almas más desoladas que los pasajeros del trencito de Haedo a Temperley en una tarde de lluvia.
Fuente: POR LUIS SARTORI para Diario Clarin
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