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EL TREN DE LA BUENA MEMORIA
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EL TREN DE LA BUENA MEMORIA
El tren volvió a Rufino que lo vivió como un festejo postergado entre lágrimas y recuerdos. Crónica de un viaje inolvidable.
Tardó 22 largos años en volver. El tren de pasajeros cerrado en el gobierno de Carlos Menem volvió a frenar en la oxidada estación de Rufino. Los viejos maquinistas no se avergonzaron de llorar, los niños soñaron viajar a “la capital” a ver a Boca o a River. Un grupo de mujeres dijeron que pensaron en pisar Buenos Aires para conocer el Obelisco. Otros no pudieron eludir el pesar y recordaron a los que murieron sin poder volver a ver el regreso del tren. “Ay, si mi abuelo viviera para verlo…”, decía un hombre con boina entre lágrimas. Cada uno lo vivió a su manera. El tren desempolvó las nostalgias.
El tren es tan silencioso y veloz que atraviesa los pueblos sin que muchos lo noten. A las afueras de Junín, a una mujer se le encienden las mejillas cuando el tren pasa junto a su patio y la sorprende en el momento justo en que tiende la ropa en corpiño.
Algunos pasajeros se ríen, otros duermen y no se enteran del episodio. El verano surca la llanura de un atardecer con notas amarillentas. El tren avanza hacia Rufino. Atrás queda la superpoblada Buenos Aires con su caos y sus olores. Adelante nos esperan los campos y los pueblos fantasmas que, al igual que la llanura en el verano, comienzan a reverdecer al calor del tren de pasajeros.
“Lo justo es justo. No me simpatiza nada este gobierno, pero no puedo negar que este tren es un lujo. Ni siquiera se siente la marcha, los saltos, o los paso a nivel. Todo es tranquilo como un sueño”, dice con voz tímida una pasajera que posa los ojos en la ventanilla para ver cómo el tren sale de la estación de Retiro, dejando atrás la Villa 31 con sus paredes de ladrillos sin revocar apuntalados por durmientes de hierro flojo que asoman, impolutos, al sol.
Una azafata recorre los vagones y recibe a los pasajeros con una sonrisa brillante y un trato militar. “Voy a acompañarlos en este viaje. Sean bienvenidos y no duden en llamarme si necesitan algo”, dice la azafata que luce un rodete alto que anuda con todo el pelo en el techo de la cabeza, como si fuera una lustrosa pelota de paja negra.
El tren arrancó a las 16.10, la hora prevista. Ni un minuto antes, ni un minuto después. Ocho hombres y tres mujeres con uniformes impecables estaban atentos a cualquier movimiento y saludaban a los pasajeros con sonrisas ampulosas. Sin embargo, hay algo incómodo que sobrevuela la partida del tren: la nueva formación se alza impecable, en un andén reciclado a nuevo, mientras que a pocos metros los pasajeros corren, se apretujan y empujan en la carrera cotidiana por volver a casa en la línea San Martín.
En los primeros kilómetros, la formación avanza despacio hasta dejar la Capital Federal. Luego las localidades del Conurbano comienzan a sucederse hasta que llega el campo con sus vacas y sus árboles tendiendo a lo grandioso. De vez en cuando, el tren corre por las vías junto a un jinete que galopa en la llanura.
“Todavía me acuerdo de la última vez que vino el tren a Rufino. Fue hace más de veinte años. Yo era una adolescente y había ido a la capital a visitar a un tío que vivía en Devoto, una excursión repetida. Esa vez, cuando estamos volviendo a Rufino, se escucharon bombas como si le estuvieran disparando al tren. Eran los políticos de la época que habían puesto petardos para despedir al tren”, dice Nora, que ahora apila más de 40 años y que cuenta, revolviendo un café liviano, que ahora ya no tiene a ningún tío que visitar en la Capital.
A las seis de la tarde, la mayoría de los pasajeros duerme la siesta, agotados por el viaje y la luz del atardecer que entra por los amplios ventanales del tren. Algunos prefieren sacudir la modorra con un mate dulce y unos bizcochos. En el bufet, dos señores leen un libro en el comedor en que se sirve la cena y el almuerzo. El tren avanza armonioso hasta Rufino. En el camino, por los pueblos, los vecinos le tocan bocina al tren, saludan con la mano o miran pasmados el avance rápido de esa mole por los rieles.
Cuando arriba a Rufino, las viejas cámaras de televisión filman a los pasajeros que bajan. Algunos curiosos se acercan a la estación, pese a que no tienen ningún conocido que buscar. Hasta algunos perros callejeros deambulan a la espera de algún resto de comida. Al bajar y ver las sonrisas de la gente, es imposible no darse cuenta que el tren es más que una locomotora con vagones que avanza sobre rieles.
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