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Víctimas de los tres choques de trenes: “Nos tienen olvidados”
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Víctimas de los tres choques de trenes: “Nos tienen olvidados”
Lo dicen sobrevivientes de los graves accidentes en el Sarmiento en los últimos 20 meses, reunidos por Clarín. Quieren que más víctimas hablen y que haya justicia, mientras intentan superar el trauma.
Juntos. En la foto, Alan Mesa, Natalia Meza, Javier Alaya e Isabel Gontad. Ellos se reponen de las heridas y golpes que sufrieron mientras viajaban en el Sarmiento.
“Salir a hablar sirve aunque muchos no quieren. Pero hay que hacerlo porque si no el cuerpo después cobra el silencio de otra manera. No tenemos que ser los olvidados”. Habla Isabel, habla Natalia, habla Alan, y también Javier. Piden justicia.
Fue un segundo. Un golpe seco: era de noche, y de ese golpe seco, y brusco, durísimo, quedó oscuridad. Isabel bajó la cabeza. Sintió un tirón fuerte en el cuello. Se acuerda los gritos como si fueran de hoy. Pero todo lo demás gira en el recuerdo, desordenado. Dice que el carrito de metal con mochila que llevaba con ella evitó que los hierros se le metieran en los huesos.
Para Natalia también fue un segundo: iba en el primer vagón y el estruendo la dejó con una maraña de cuerpos encima, muertos, vivos, agonizantes. Con sus piernas deshechas, con los huesos al aire.
Alan iba en ese mismo vagón y también quedó atrapado, con un hierro atravesado a la altura de la frente que él mismo se sacó de la cabeza. Tenía un nene chiquito que le pedía ayuda y a los amigos que viajaban con él en otro lado del coche: uno murió esperando a los bomberos.
A Javier el horror casi lo encontró dos veces: en el primero se salvó porque se bajó en Ramos Mejía, pero su hermano no, y terminó golpeado. Después sí: el sábado de la semana pasada le tocó a él. Había subido en Moreno y como aquella vez de febrero de 2012, y como en Castelar en junio de este año, el tren volvió a estrellarse.
Otra vez el Sarmiento. Otra vez el andén 2 maldito. Tres choques en 20 meses. Reunidos por Clarín, Alan Mesa y Natalia Meza, de Once 1; Isabel Gontad, de Castelar; y Javier Alaya, de Once 2, mostraron su dolor y sobre todo su impotencia.
“Nos tienen olvidados”, insistieron.
Isabel tiene 52 años. La mañana del 13 de junio viajaba en el tren que chocó al que estaba parado a metros de la estación Castelar. Todavía estaba oscuro a las 7: hubo tres muertos, más de 300 heridos. Ella venía de la casa de su mamá, en Flores. Iba a trabajar. “Jamás en la vida vas a pensar que el tren en el que viajás va a chocar. Fue una gran frenada y de golpe todo el tren se vino para atrás, como una sombra gigante que detiene todo. Fue un shock, como si la vida me pasara por encima. Si no fuera por el carro que llevaba los fierros me hubieran enroscado a mí. Todos estallaron en gritos, no se veía nada, una linternita me hizo ver que un señor al lado mío tenía la cabeza llena de sangre. Me sacaron recién a las 10 de la mañana. La pierna me apretaba como si estuviera por estallar. El temor era que todo se siguiera cayendo encima”. Habla sin parar, como de memoria. Y pregunta: -¿Vos qué sentiste en el choque de Once, Natalia?
-Yo iba en el primer vagón, quería bajar rápido para ir a trabajar. Y cuando fue el choque lo primero que pensé fue en el accidente de Flores, donde un tren había arrollado a un colectivo. Y me quedé quieta, no sabía qué hacer, no veía nada y donde me tocaba sentía sangre y fierros. Hasta que empecé a escuchar gritos. Pensé en las veces que mi papá me había dicho que no viajara adelante. ¿Pero sentir? Sentí que ya no salía más de ahí.
Natalia fue a la última que sacaron del tren que chocó contra el andén 2 hace 20 meses. Esa tremenda tragedia dejó 51 muertos, entre ellos a una embarazada, y 700 heridos. Natalia pasó 146 noches internada. Y 70 veces por el quirófano. Fue la última de ese choque en volver a su casa. Tiene 30 años, todavía no puede caminar: no tuvo ayuda del Estado y aún espera una nueva operación.
La ronda sigue con Alan. Hoy tiene 21 años y una cicatriz en la cara, una cara linda, de lindos rasgos. Habla suave y a pesar de lo que vivió está entero. Había perdido a sus padres antes del accidente y desde entonces vive con sus tíos. Le dicen pulga como a Messi porque es chiquito y porque antes del choque era el mejor jugador de su club en Merlo. Un chico habilidoso con la pelota, hincha de River. Tuvo fractura de cadera y todavía sigue en recuperación, intentando volver a tener toda la sensibilidad en su pie derecho.
-¿Vos qué sentiste?, insiste Isabel.
-Que me moría ahí. Se me vino todo encima, chapas, humo, no podía moverme, me empezó a faltar el aire. Cuando llegaron los bomberos les pedía por favor que me sacaran el hierro de la cabeza. Pero lo hice yo, porque estaba muy desesperado, chorreaba sangre.
A Javier Alaya la tragedia le vuelve todo el tiempo. “Yo me muestro fuerte, pero por dentro estoy destruido”, dice. El también es de Merlo. Dice que aceptó el encuentro con otras víctimas “porque necesitaba calma”, no sentirse solo. “En el de febrero le tocó a mi hermano, yo me había bajado en Ramos Mejía y apenas me enteré por la tele fui a buscarlo. Sentí nauseas cuando vi tantos heridos gritando. Y ahora me tocó a mí. Yo me golpeé la cabeza. ‘Este va a chocar’ decíamos. Y fue así. Cuando se subió a la estación empezamos a escuchar gritos y muchos insultos, todos querían ir a buscar al maquinista. Yo vi un señor atrapado y traté de sacarlo, pero un policía me frenó, ‘no toqués a nadie’, me dijo. Me dio más impotencia. Pero lo paré en seco. No podían dejar la gente así”.
En el encuentro relata otras anécdotas y dolores familiares. La mamá murió hace un mes. Sueña con ella. Lo dice con el dolor adherido: “Ahora sueño que está en el tren conmigo, que venimos hablando hasta que el tren choca”.
Y todos callan. Pero él no se quiebra. Los otros igual lo calman. Entre todos: así, como también hacían mientras esperaban ser rescatados, se dan calma. Coinciden en que el daño que les provocó a cada uno cada tragedia del Sarmiento es irreparable. Que la de Castelar reavivó Once 1, y que el del sábado pasado trajo de nuevo todo lo vivido en los otros dos. “Siento ahogo cuando pienso en todo esto”, lamenta Alan. Y cuenta que hace poco sintió pánico y temblores en un colectivo. “Me temblaba todo. Una sola vez traté de viajar en tren, pero me bajé, no soporté”.
“Yo también lo intenté. Pero lo hice llorando. Parece que estás en una cabina de muerte. Pero no tenemos alternativa. No hay otra manera de viajar”, explica Isabel. Natalia le da la razón. “A mí me da mucha bronca que el ministro Randazzo hable de investigar Castelar y este nuevo choque y no nos nombre. Nos tiene olvidados, olvidados”. Isabel coincide: “Me cuesta mucho entender cómo piensa esta gente que maneja trenes. No me explico si son suicidas”. “No creo que quieran morirse o que fue a propósito”, suma Alan.
¿Y la Justicia? “Esto pasó tres veces en el Sarmiento, es muy raro, y ahora lo estatizaron, hay que ver”, responde Javier. Y dice que cree poco que algo cambie.
Once 1 es una causa judicial complicada. Recién podría ir a juicio oral a mediados del año que viene. Pero ellos piden algo urgente: Javier perdió el trabajo porque no le creyeron que estuvo en la tragedia y necesita otro. Alan también está buscando. A Natalia le recomendaron jubilarse ahora: no puede ni subir a un colectivo. Isabel tiene trabajo, pero quiere seguir estudiando grafología.
La causa de Castelar puede ir más rápido, según dice ella y su abogado, Gregorio Dalbón, que demandó al Estado por $ 600 millones desde su lugar de querellante.
“Haya Justicia o no, nos arrancaron un pedazo de vida, y nos dejaron negados”, se queja Natalia. Javier también: está aturdido. Para Alan, en cambio, es distinto, triste, definitivo. Y muy doloroso. “Puede ir preso quien la Justicia diga. Y está bien. Y el tren puede mejorar, y está bien –se resigna–. Pero a mí, a mi amigo Fede, no me lo devuelven nunca más”.
Fuente: Diario Clarin
Juntos. En la foto, Alan Mesa, Natalia Meza, Javier Alaya e Isabel Gontad. Ellos se reponen de las heridas y golpes que sufrieron mientras viajaban en el Sarmiento.
“Salir a hablar sirve aunque muchos no quieren. Pero hay que hacerlo porque si no el cuerpo después cobra el silencio de otra manera. No tenemos que ser los olvidados”. Habla Isabel, habla Natalia, habla Alan, y también Javier. Piden justicia.
Fue un segundo. Un golpe seco: era de noche, y de ese golpe seco, y brusco, durísimo, quedó oscuridad. Isabel bajó la cabeza. Sintió un tirón fuerte en el cuello. Se acuerda los gritos como si fueran de hoy. Pero todo lo demás gira en el recuerdo, desordenado. Dice que el carrito de metal con mochila que llevaba con ella evitó que los hierros se le metieran en los huesos.
Para Natalia también fue un segundo: iba en el primer vagón y el estruendo la dejó con una maraña de cuerpos encima, muertos, vivos, agonizantes. Con sus piernas deshechas, con los huesos al aire.
Alan iba en ese mismo vagón y también quedó atrapado, con un hierro atravesado a la altura de la frente que él mismo se sacó de la cabeza. Tenía un nene chiquito que le pedía ayuda y a los amigos que viajaban con él en otro lado del coche: uno murió esperando a los bomberos.
A Javier el horror casi lo encontró dos veces: en el primero se salvó porque se bajó en Ramos Mejía, pero su hermano no, y terminó golpeado. Después sí: el sábado de la semana pasada le tocó a él. Había subido en Moreno y como aquella vez de febrero de 2012, y como en Castelar en junio de este año, el tren volvió a estrellarse.
Otra vez el Sarmiento. Otra vez el andén 2 maldito. Tres choques en 20 meses. Reunidos por Clarín, Alan Mesa y Natalia Meza, de Once 1; Isabel Gontad, de Castelar; y Javier Alaya, de Once 2, mostraron su dolor y sobre todo su impotencia.
“Nos tienen olvidados”, insistieron.
Isabel tiene 52 años. La mañana del 13 de junio viajaba en el tren que chocó al que estaba parado a metros de la estación Castelar. Todavía estaba oscuro a las 7: hubo tres muertos, más de 300 heridos. Ella venía de la casa de su mamá, en Flores. Iba a trabajar. “Jamás en la vida vas a pensar que el tren en el que viajás va a chocar. Fue una gran frenada y de golpe todo el tren se vino para atrás, como una sombra gigante que detiene todo. Fue un shock, como si la vida me pasara por encima. Si no fuera por el carro que llevaba los fierros me hubieran enroscado a mí. Todos estallaron en gritos, no se veía nada, una linternita me hizo ver que un señor al lado mío tenía la cabeza llena de sangre. Me sacaron recién a las 10 de la mañana. La pierna me apretaba como si estuviera por estallar. El temor era que todo se siguiera cayendo encima”. Habla sin parar, como de memoria. Y pregunta: -¿Vos qué sentiste en el choque de Once, Natalia?
-Yo iba en el primer vagón, quería bajar rápido para ir a trabajar. Y cuando fue el choque lo primero que pensé fue en el accidente de Flores, donde un tren había arrollado a un colectivo. Y me quedé quieta, no sabía qué hacer, no veía nada y donde me tocaba sentía sangre y fierros. Hasta que empecé a escuchar gritos. Pensé en las veces que mi papá me había dicho que no viajara adelante. ¿Pero sentir? Sentí que ya no salía más de ahí.
Natalia fue a la última que sacaron del tren que chocó contra el andén 2 hace 20 meses. Esa tremenda tragedia dejó 51 muertos, entre ellos a una embarazada, y 700 heridos. Natalia pasó 146 noches internada. Y 70 veces por el quirófano. Fue la última de ese choque en volver a su casa. Tiene 30 años, todavía no puede caminar: no tuvo ayuda del Estado y aún espera una nueva operación.
La ronda sigue con Alan. Hoy tiene 21 años y una cicatriz en la cara, una cara linda, de lindos rasgos. Habla suave y a pesar de lo que vivió está entero. Había perdido a sus padres antes del accidente y desde entonces vive con sus tíos. Le dicen pulga como a Messi porque es chiquito y porque antes del choque era el mejor jugador de su club en Merlo. Un chico habilidoso con la pelota, hincha de River. Tuvo fractura de cadera y todavía sigue en recuperación, intentando volver a tener toda la sensibilidad en su pie derecho.
-¿Vos qué sentiste?, insiste Isabel.
-Que me moría ahí. Se me vino todo encima, chapas, humo, no podía moverme, me empezó a faltar el aire. Cuando llegaron los bomberos les pedía por favor que me sacaran el hierro de la cabeza. Pero lo hice yo, porque estaba muy desesperado, chorreaba sangre.
A Javier Alaya la tragedia le vuelve todo el tiempo. “Yo me muestro fuerte, pero por dentro estoy destruido”, dice. El también es de Merlo. Dice que aceptó el encuentro con otras víctimas “porque necesitaba calma”, no sentirse solo. “En el de febrero le tocó a mi hermano, yo me había bajado en Ramos Mejía y apenas me enteré por la tele fui a buscarlo. Sentí nauseas cuando vi tantos heridos gritando. Y ahora me tocó a mí. Yo me golpeé la cabeza. ‘Este va a chocar’ decíamos. Y fue así. Cuando se subió a la estación empezamos a escuchar gritos y muchos insultos, todos querían ir a buscar al maquinista. Yo vi un señor atrapado y traté de sacarlo, pero un policía me frenó, ‘no toqués a nadie’, me dijo. Me dio más impotencia. Pero lo paré en seco. No podían dejar la gente así”.
En el encuentro relata otras anécdotas y dolores familiares. La mamá murió hace un mes. Sueña con ella. Lo dice con el dolor adherido: “Ahora sueño que está en el tren conmigo, que venimos hablando hasta que el tren choca”.
Y todos callan. Pero él no se quiebra. Los otros igual lo calman. Entre todos: así, como también hacían mientras esperaban ser rescatados, se dan calma. Coinciden en que el daño que les provocó a cada uno cada tragedia del Sarmiento es irreparable. Que la de Castelar reavivó Once 1, y que el del sábado pasado trajo de nuevo todo lo vivido en los otros dos. “Siento ahogo cuando pienso en todo esto”, lamenta Alan. Y cuenta que hace poco sintió pánico y temblores en un colectivo. “Me temblaba todo. Una sola vez traté de viajar en tren, pero me bajé, no soporté”.
“Yo también lo intenté. Pero lo hice llorando. Parece que estás en una cabina de muerte. Pero no tenemos alternativa. No hay otra manera de viajar”, explica Isabel. Natalia le da la razón. “A mí me da mucha bronca que el ministro Randazzo hable de investigar Castelar y este nuevo choque y no nos nombre. Nos tiene olvidados, olvidados”. Isabel coincide: “Me cuesta mucho entender cómo piensa esta gente que maneja trenes. No me explico si son suicidas”. “No creo que quieran morirse o que fue a propósito”, suma Alan.
¿Y la Justicia? “Esto pasó tres veces en el Sarmiento, es muy raro, y ahora lo estatizaron, hay que ver”, responde Javier. Y dice que cree poco que algo cambie.
Once 1 es una causa judicial complicada. Recién podría ir a juicio oral a mediados del año que viene. Pero ellos piden algo urgente: Javier perdió el trabajo porque no le creyeron que estuvo en la tragedia y necesita otro. Alan también está buscando. A Natalia le recomendaron jubilarse ahora: no puede ni subir a un colectivo. Isabel tiene trabajo, pero quiere seguir estudiando grafología.
La causa de Castelar puede ir más rápido, según dice ella y su abogado, Gregorio Dalbón, que demandó al Estado por $ 600 millones desde su lugar de querellante.
“Haya Justicia o no, nos arrancaron un pedazo de vida, y nos dejaron negados”, se queja Natalia. Javier también: está aturdido. Para Alan, en cambio, es distinto, triste, definitivo. Y muy doloroso. “Puede ir preso quien la Justicia diga. Y está bien. Y el tren puede mejorar, y está bien –se resigna–. Pero a mí, a mi amigo Fede, no me lo devuelven nunca más”.
Fuente: Diario Clarin
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