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LA SELVA BAJO EL ASFALTO
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LA SELVA BAJO EL ASFALTO
NTERVENCIONES Desde hace algunos meses, la estación de subte de la línea B Leandro N. Alem recibe a los pasajeros con un hermoso mural de paleta intensa, colores y naturaleza que se pintaron de noche, cuando el servicio de trenes no funciona. El autor es el misionero Ignacio De Lucca, artista prestigioso que fue discípulo de Noé y Bazán, vivió en Nueva York y es parte de un proyecto colectivo que quiere poblar de arte los pasillos subterráneos más transitados de Buenos Aires.
Era una posibilidad, pero era la peor de todas. Mientras Keith Haring estaba pintando perros mordiéndose la cola y ángeles conectados con delfines sobre paneles negros en la estación del subway de Lexington Av. & Queen, en Nueva York, una mano violenta lo empujó contra la pared y –una vez más– la policía se lo llevó detenido. El patrullero se llenó de cajas de tizas y aerosoles, que aterrizaron en la comisaría más próxima. No era la primera vez y Haring ya estaba acostumbrado.
Eran los comienzos del street art, del arte urbano, el arte de la calle, tiempos en los que la intervención de los espacios públicos estaba prohibida y en cuyo centro se libraba una discusión menos perceptible, en la que la estética era la punta de un iceberg de una posición política. De la mano del Mayo Francés, y radicalizada en los centros urbanos como Manhattan, una nueva forma de manifestar una posición ideológica crítica hacia el capitalismo nacía de la mano de los artistas, que a través del aerosol y las plantillas para stencil buscaban generar en la conciencia de los individuos devenidos masivos y urbanos una sensación que los sorprenda, al mismo tiempo que silenciaban –en mínimas pero lúdicas porciones– el discurso publicitario y oficial.
Los tiempos no son los mismos, pero algunas intenciones persisten. Allí está, recién terminado, en la Estación Alem de la porteña Buenos Aires, el mural que el artista plástico misionero Ignacio De Lucca pintó para los porteños ocupados. De Lucca no fue preso ni estuvo detenido. Todo lo contrario: integra un proyecto colectivo cuya misión es poblar de arte los legendarios pasillos subterráneos más transitados de la ciudad porteña. El artista lo dice más lindo: “Fue un viaje por la materia. Quería inyectar naturaleza, color y luz en la grisura subterránea de la urbanidad”.
Dos murales de 100 cm x 600 cm en los que aparece una selva tan plana como profunda hacen de laureles a la conciencia y a los ojos al bajar las escaleras de Alem, alivianando la alienación que la ciudad impone: hojas, flores, ramas, células, nubes, ríos, plantas, rizomas y semillas de acrílico barnizadas, pueblan las paredes que dan la bienvenida al subte. La paleta intensa no es ingenua, tampoco el pedido del cambio de iluminación por una más plana, ya que el artista busca “sumar sentidos en la múltiple contaminación visual que reina en el mundo subterráneo”. El desafío de crear imágenes que oxigenen el espacio, en medio de tanto ruido para los ojos, fue hecho por el artista en un “loco proceso de absoluta soledad. Pinté, acompañado por mi asistente, sábados y domingos desde las 11 de la noche a las 3 de la mañana. Cuando el silencio y la paz hacían posible mi trabajo”.
Soledad y silencio no son valores menores para desafiar la mamushka de cemento. A éstos se les suma otro valor: De Lucca carga una mochila orgánica, con geografía en la tierra misionera y con la mirada limpia de la sorpresa: “Tengo, mantengo, el ojo de chico de provincia. La mirada ingenua de pueblo que es una mirada de asombro permanente ante la complejidad de la urbanidad”.
El pueblo alude a su lugar natal, Apóstoles (Misiones), donde nació en 1960 y donde tomó la decisión apenas asomados los 20 años de pintar y esculpir solo en su taller. Al mismo tiempo entraba a la facultad, de la que saldría, pasados cinco años, como arquitecto. Pero fueron muchos, casi dos decenas de años, los que el artista trabajó antes de que sus obras circulasen por coquetas galerías, nacionales e internacionales. De hecho, este escenario atípico del subte es lo que que lo sedujo: “Me gusta el riesgo presente en el lugar y para la obra. La cantidad de gente, la polución, los grafiteros. El desafío, la sangre, el riesgo artístico. De Palatina (galería en la que artista expuso durante los meses de octubre y noviembre) a la Estación Alem. Sacar la obra del circuito cerrado hermético del arte contemporáneo y abrirla de esa cosa cerrada y elitista a lo masivo”.
La obra también necesita respirar. La geografía que pinta la selva no es una ficción ni un ideal, la obra está viva y libera oxígeno. De Lucca lo sabe desde pequeño, ya que su madre, la artista plástica Nélida Puerta, discípula de Spilimbergo, fue la guía bajo cuyas enseñanzas se formaron varias generaciones de pintores de la tierra colorada.
El niño De Lucca siguió buscando inspiración y enseñanzas. La Fundación Antorchas, por los años 90, lo nutrió con la mirada de Sergio Bazán y Felipe Noé, generación de artistas tan lúcidos como vanguardistas, que apuntalaron su camino, especialmente a través de sus clínicas. Luego vino la beca en California y la decisión de abandonarlo todo para vivir en la ciudad de Keith Haring. Durante cuatro años el artista habitó junto a su familia en Nueva York, experiencia de la que nutrió De Lucca toda su pintura, que parece funcionar a la perfección como un contrapunto oxigenador entre las ciudades más intensas y la selva misionera: “Luego de eso, mi obra sufrió una explosión. Encontré el cómo y el qué, pude delinear mi lenguaje. Allí aparecieron las acuarelas, el trabajo a través de capas y superposiciones que complejizan dando vida, el óleo aguado que me abre un repertorio divino a las manchas y al azar y se constituyen como herramientas para distorsionar esas formas que a su vez, se mantienen reconocibles”.
Allí están sus hojas animales, sus nubes flores invitando a una selva carnosa pero fluida, existente pero diluida. La pintura del artista misionero abre espacios que no se clausuran.
¿Puede la verdad estar enredada en un nido? ¿Puede el corazón tener venas de ramas?
Las selvas devienen islas, donde los animales, los árboles y las nubes flotan en un océano blanco. No hay primeros ni segundos, no hay jerarquías. Cada línea de la hoja, cada mancha del leopardo, cada marca de la flor, nos lleva, aun en plena ciudad, a la misma certeza que el detective de Edgar A. Poe develó buscando entre los crímenes de la calle Morgue: “La verdad no está siempre en un pozo. De hecho, en lo que respecta al saber más importante, creo que es invariablemente superficial”.
Fuente: Página 12
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