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El tren: las vÍas de la nostalgia
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El tren: las vÍas de la nostalgia
1.
Viajar en tren es como trasladarse en el tiempo, y mucho más si se trata de una destartalada formación empujada a duras penas por una máquina que ya ha entregado todo su esfuerzo en ese trayecto inverosímil que une el Cuzco con Puno a orillas del Titicaca. Todo remite a otra época, desde la odisea de conseguir los pasajes después de horas de cola en la que se escucha hablar distintas lenguas hasta la vetusta estación a la que tenemos que llegar muy temprano en la mañana, casi a la hora del amanecer para lograr ubicarnos en los asientos que nos han asignado entre un febril movimiento de personas, bultos y hasta animales. A finales de los setenta todavía era posible recorrer ese abigarrado paisaje peruano sin tener que oficiar cotidianamente de turista con billetera llena al que se puede timar en cada esquina cobrando precios exorbitantes. Si bien en aquellos años el Cuzco ya era un centro de atracción de cuanto joven anduviera yirando por Latinoamérica, aún era posible experimentar un resto de la sensación del viajero que ha logrado eludir las telarañas del turismo internacional que todo lo devora y arruina. No sólo los precios eran de normales a baratos, sino que las líneas divisorias entre la gente del lugar y los visitantes eran muy tenues y, cada tanto, se podían franquear.
En el tren a Puno esa línea efectivamente se borraba en el mismo instante en el que uno iniciaba la odisea de alcanzar primero su vagón y después su asiento. Todavía recuerdo aquella mujer del pueblo que había decidido aposentarse en la puerta del lado de adentro del coche de primera y no había autoridad capaz de sacarla de allí, con sus bultos, sus gallinas y su pequeño niño. Vino primero el guarda, luego el jefe de estación pero sencillamente aquella tozuda campesina decidió no moverse un solo centímetro. El resto de los pasajeros, resignados y acompañando el derecho de tan aguerrida mujer, simplemente optaron por pasar con extremo cuidado entre sus cosas y buscar sus asientos. Algo en ese gesto impertérrito me hizo pensar en los siglos de resistencia indígena, en esa aparente resignación que esconde, sin embargo, una impresionante capacidad de permanencia, como si a través de esa actitud lo que se estuviera poniendo en evidencia era la perpetuación, más allá de intolerancias y violencias, de explotaciones y aculturaciones, de una memoria colectiva que había sabido ganarle la batalla a las mil expoliaciones.
De uno u otro modo, aquella campesina quechua, quedándose en su lugar y desconociendo las exigencias de las autoridades, se había unido, con ese simple gesto, a los miles de eslabones de una cadena invisible que desde el fondo de la conquista seguía uniendo ese mundo tan desconocido y ejemplar. ¡Qué equivocados estamos al identificar esas actitudes con resignación o mera tozudez sin sentido! Muchas veces los relatos de la historia olvidan dar cuenta de esos pequeños gestos que tanto nos están diciendo; los historiadores han preferido lo visible e importante y se han desentendido de lo aparentemente nimio e intrascendente. Reconstruir a través de esas actitudes la memoria de la resistencia constituye, como diría Walter Benjamin, un modo de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo. En ese destartalado vagón de tren se me hizo presente un mundo silenciado que, sin embargo, se volvía a hacer presente en la actitud irrefutable de esa mujer del altiplano.
Resoplando y sacando fuerzas de donde ya no las tenía, el tren inició su periplo por la vastedad de la altiplanicie peruana. Subía y subía como queriendo tocar las nubes que estaban casi al alcance de nuestras manos. El bullicio de los pasajeros no podía desplazar la abrumadora soledad que se colaba desde aquel paisaje; el soplido del viento inventaba sonidos increíbles que parecían acoplarse a las formas siempre cambiantes de esos valles adormecidos que, según los iban alcanzando los rayos del sol, iban adquiriendo nuevas formas y contornos. Muy a lo lejos, y sin saber de dónde podía venir ni hacia dónde estaba dirigiendo sus pasos, se divisaba la silueta de un campesino encorvado que en ese paraje desolado y seco parecía acompañar, sin objetivo alguno, el movimiento del tren. A casi 5.000 metros de altura lo que se ve es indescriptible porque se fusionan los sonidos del viento con los colores de los cerros, como si las formas del paisaje se acoplaran con esa soledad que emerge de cada rincón y se volvieran uno y lo mismo.
El altiplano guarda el misterio de la belleza inabordable, que aunque queramos profanarla sigue allí desplegando sus intensidades y sus virtudes que parecen responder a algo por completo alejado de nuestra capacidad de comprensión. Busco las palabras para describir lo que mis ojos veían y no las encuentro, se me escapan como queriendo decirme que es mejor simplemente callar y dejar que la soledad y el viento, que los colores y las piedras, digan lo suyo al viajero que, todavía, puede abrir los ojos para simplemente dejar que el paisaje le susurre algunos de sus secretos.
2.
Cuando ociosamente me pongo a divagar sobre el significado de la libertad, cuando busco en mis vicisitudes el sentido o no de esa palabra tan venerable y tan manoseada, tan intensa y tan gastada, surge, como un relámpago del fondo de la memoria, unas vías muertas por las que todavía, de tanto en tanto, pasa muy lentamente un tren carguero que parece insistir con un recorrido que ya a nadie le interesa. Un tren fantasma que, sin embargo, con dignidad avejentada va bordeando un paisaje ribereño, deteniéndose en los restos de derruidas estaciones que guardan, como testimonio de lo que ya no son, las huellas de antiguos esplendores.
Es el tren carguero que hace el recorrido hasta el Tigre por la vieja línea cerrada a principios de los años sesenta. Mis amigos y yo somos, creo, sus únicos pasajeros; nos subimos en el furgón y vamos acompañando su recorrido hasta que se avizoran las estribaciones del Delta. El viaje puede durar toda la tarde, sin apresuramientos, sin exigencias, con la lentitud de quien sabe que nada ni nadie lo espera, así marcha el viejo tren, sin destino, cumpliendo con dignidad un rito que se va apagando. Y nosotros, niños, nos sentimos libres trepando en sus vagones, subiendo hasta sus techos, alcanzando la locomotora y conversando con el maquinista, el único y último compañero del tren. La tarde es nuestra, a nuestro costado se derrama el inmenso río, en lo alto de inusuales colinas se levantan enormes casas, algunas de las cuales se volverán ámbitos de otras aventuras. Es deliciosa la sensación que nos embarga, pasajeros sin boleto de un tren que se desliza sin apresuramiento por las vías que parecen no llevar a ningún sitio. Muchos años después, cuando el país se convirtió en otro país, cuando de aquellas experiencias sólo quedó el vago recuerdo, viajo en otro tren por las mismas vías, montado, ahora, en vagones con aire acondicionado, pasando por estaciones reconvertidas en pequeños shopping centers o en restaurantes a la moda, rodeado por pasajeros que nada saben de esas vías y de ese otro tren que supo transitar por ellas; que lo único que quieren es divisar las riquezas de otros, las que asoman por las ventanillas, que esperan llegar al fin del viaje para perderse entre los miles de turistas que recorrerán el Tigre. Una nostalgia de otro tiempo me asalta; la nostalgia de ese tren sin pretensiones que, con dignidad inusual, seguía haciendo su recorrido dejando que unos niños descubrieran, durante esas deliciosas tardes de primavera y verano, el significado de la libertad, la experiencia de la maravillosa inutilidad montados en una locomotora que sabía, ella y el maquinista, que su viaje ya había concluido.
Siempre me atrajeron las cosas ajadas, marchitadas, los barrios cristalizados en una decadencia que a nadie le interesa; caminar por aquellos lugares en los que se guardan secretos cuyo desciframiento se ha vuelto imposible porque eran el producto de otra época, de otros modos del existir. Cuando recordaba aquel tren que hacía el recorrido ribereño, sentí, nuevamente, esa atracción por la dignidad que se oculta en lo anacrónico, la fascinación por la entereza de quien se sabe fuera de tiempo, condenado a la extinción. Esas vías casi muertas me hablaban de otro país, susurraban sonidos olvidados, daban testimonio de una realidad desvanecida que, sin embargo, seguía allí convertida en fantasma. Lo que hay ahora sobre esas vías es, definitivamente, otra cosa, algo por completo distinto y que remite a otra sociedad que se ha deshecho de sus saldos a bajo precio.
Ya escribí sobre el tren, regresó el de la infancia y aquel otro del Cuzco. No deja de sorprenderme que para mí no represente el avance prodigioso del progreso ni sea la metáfora de una modernidad que todo lo transforma. Recuerdo aquella sentencia de Marx que homologaba la revolución con la locomotora de la historia; pero también surge aquella pesadilla de Max Weber en sus años de profunda depresión en la que recurrentemente soñaba un tren descarrilado; y esa interpretación hecha por Benjamin de la frase de Marx en la que se preguntaba si no era tiempo de que la raza humana que viajaba en ese tren llamado progreso no le echara el freno de emergencia. Lo cierto es que desde su fulgurante aparición en la escena de la historia el tren abrió el surco del progreso, transformó irremediablemente cuanto lugar fue atravesando y fue expulsando a sus antiguos pobladores cambiando la faz de la naturaleza. Hablar del tiempo decimonónico es homenajear al tren.
Hoy, cuando pienso en el tren, pienso en algo anacrónico, en un mundo desvanecido o, en el mejor de los casos, en las huellas dejadas por una manera más amable de recorrer las distancias. Sé que la nostalgia por aquellos trenes fundadores, cierta tristeza ante su decadencia en nuestras regiones producto de la estupidez de los poderosos, puede oscurecer su manera de construir historia que, por supuesto, no ha sido ajena a violencias y expropiaciones. El tren fue testimonio de lo nuevo, del triunfo de la época del acero y de las nuevas fuentes de energía, pero fue también irrupción violadora de memorias y culturas, mecanismo irreversible de modificación del paisaje. Es extraño cómo puede volverse amable un paisaje surcado por una vía fantasmagórica cuando en su tiempo de esplendor fue portadora de todo lo que traía aparejado la “llegada” de la civilización. En nuestro presente el tren, nuestro tren, despierta remembranzas de otros tiempos, de gentes y pueblos nacidos a su vera, de inauditas hazañas realizadas por aquellos que se internaron en las zonas más inaccesibles para abrirle camino a esa bestia de hierro y humo. El tren ha sido testigo de nacimientos, de trabajo febril, de esperanzas, de transhumancia, de discursos revolucionarios, de prácticas sindicales, de complots y de sagas literarias. El tren fue de los poderosos pero también cobijó el sueño emancipatorio de los desposeídos. Extraña amalgama en la que se fusionan las empresas del capitalismo capaces de devorarse todo a su paso y las ilusiones de aquellos que volcaron su esfuerzo y su sudor en la construcción de esas infinitas vías férreas que deberían haberlos conducido a un mundo mejor pero que fueron tragándose sus vidas y sus sueños.
Aquel tren que me llevó, casi treinta y cuatro años atrás, de Cuzco a Puno no sólo me permitió subirme al techo del mundo recorriendo el altiplano, también me condujo en un viaje por el tiempo o, sería mejor decir, “por los tiempos” porque uno era el tiempo de la mujer que permaneció sentada allí donde entorpecía el paso en el vagón de primera; otro era el tiempo del turista que veía con ojos deslumbrados el exotismo del paisaje y de las escenas que se desplegaban a su alrededor; muy diferente era el tiempo de aquel coya que caminaba sin apuro por la inmensidad desértica de la puna. Los tiempos del tren son, tal vez, los diversos tiempos superpuestos de la historia y de los recuerdos. Para algunos es su vida, su alimento, su cultura; para otros es la evidencia de una época que ha quedado a sus espaldas, testimonio de un ayer devorado por las inclemencias del propio progreso al que vino a darle su puntapié inicial. Tiempo de la nostalgia y del trabajo, tiempo de la aventura civilizatoria y tiempo del sometimiento; todos los tiempos se guardan en el paso cansino del tren.
Fuente: Infonews
Viajar en tren es como trasladarse en el tiempo, y mucho más si se trata de una destartalada formación empujada a duras penas por una máquina que ya ha entregado todo su esfuerzo en ese trayecto inverosímil que une el Cuzco con Puno a orillas del Titicaca. Todo remite a otra época, desde la odisea de conseguir los pasajes después de horas de cola en la que se escucha hablar distintas lenguas hasta la vetusta estación a la que tenemos que llegar muy temprano en la mañana, casi a la hora del amanecer para lograr ubicarnos en los asientos que nos han asignado entre un febril movimiento de personas, bultos y hasta animales. A finales de los setenta todavía era posible recorrer ese abigarrado paisaje peruano sin tener que oficiar cotidianamente de turista con billetera llena al que se puede timar en cada esquina cobrando precios exorbitantes. Si bien en aquellos años el Cuzco ya era un centro de atracción de cuanto joven anduviera yirando por Latinoamérica, aún era posible experimentar un resto de la sensación del viajero que ha logrado eludir las telarañas del turismo internacional que todo lo devora y arruina. No sólo los precios eran de normales a baratos, sino que las líneas divisorias entre la gente del lugar y los visitantes eran muy tenues y, cada tanto, se podían franquear.
En el tren a Puno esa línea efectivamente se borraba en el mismo instante en el que uno iniciaba la odisea de alcanzar primero su vagón y después su asiento. Todavía recuerdo aquella mujer del pueblo que había decidido aposentarse en la puerta del lado de adentro del coche de primera y no había autoridad capaz de sacarla de allí, con sus bultos, sus gallinas y su pequeño niño. Vino primero el guarda, luego el jefe de estación pero sencillamente aquella tozuda campesina decidió no moverse un solo centímetro. El resto de los pasajeros, resignados y acompañando el derecho de tan aguerrida mujer, simplemente optaron por pasar con extremo cuidado entre sus cosas y buscar sus asientos. Algo en ese gesto impertérrito me hizo pensar en los siglos de resistencia indígena, en esa aparente resignación que esconde, sin embargo, una impresionante capacidad de permanencia, como si a través de esa actitud lo que se estuviera poniendo en evidencia era la perpetuación, más allá de intolerancias y violencias, de explotaciones y aculturaciones, de una memoria colectiva que había sabido ganarle la batalla a las mil expoliaciones.
De uno u otro modo, aquella campesina quechua, quedándose en su lugar y desconociendo las exigencias de las autoridades, se había unido, con ese simple gesto, a los miles de eslabones de una cadena invisible que desde el fondo de la conquista seguía uniendo ese mundo tan desconocido y ejemplar. ¡Qué equivocados estamos al identificar esas actitudes con resignación o mera tozudez sin sentido! Muchas veces los relatos de la historia olvidan dar cuenta de esos pequeños gestos que tanto nos están diciendo; los historiadores han preferido lo visible e importante y se han desentendido de lo aparentemente nimio e intrascendente. Reconstruir a través de esas actitudes la memoria de la resistencia constituye, como diría Walter Benjamin, un modo de pasarle a la historia el cepillo a contrapelo. En ese destartalado vagón de tren se me hizo presente un mundo silenciado que, sin embargo, se volvía a hacer presente en la actitud irrefutable de esa mujer del altiplano.
Resoplando y sacando fuerzas de donde ya no las tenía, el tren inició su periplo por la vastedad de la altiplanicie peruana. Subía y subía como queriendo tocar las nubes que estaban casi al alcance de nuestras manos. El bullicio de los pasajeros no podía desplazar la abrumadora soledad que se colaba desde aquel paisaje; el soplido del viento inventaba sonidos increíbles que parecían acoplarse a las formas siempre cambiantes de esos valles adormecidos que, según los iban alcanzando los rayos del sol, iban adquiriendo nuevas formas y contornos. Muy a lo lejos, y sin saber de dónde podía venir ni hacia dónde estaba dirigiendo sus pasos, se divisaba la silueta de un campesino encorvado que en ese paraje desolado y seco parecía acompañar, sin objetivo alguno, el movimiento del tren. A casi 5.000 metros de altura lo que se ve es indescriptible porque se fusionan los sonidos del viento con los colores de los cerros, como si las formas del paisaje se acoplaran con esa soledad que emerge de cada rincón y se volvieran uno y lo mismo.
El altiplano guarda el misterio de la belleza inabordable, que aunque queramos profanarla sigue allí desplegando sus intensidades y sus virtudes que parecen responder a algo por completo alejado de nuestra capacidad de comprensión. Busco las palabras para describir lo que mis ojos veían y no las encuentro, se me escapan como queriendo decirme que es mejor simplemente callar y dejar que la soledad y el viento, que los colores y las piedras, digan lo suyo al viajero que, todavía, puede abrir los ojos para simplemente dejar que el paisaje le susurre algunos de sus secretos.
2.
Cuando ociosamente me pongo a divagar sobre el significado de la libertad, cuando busco en mis vicisitudes el sentido o no de esa palabra tan venerable y tan manoseada, tan intensa y tan gastada, surge, como un relámpago del fondo de la memoria, unas vías muertas por las que todavía, de tanto en tanto, pasa muy lentamente un tren carguero que parece insistir con un recorrido que ya a nadie le interesa. Un tren fantasma que, sin embargo, con dignidad avejentada va bordeando un paisaje ribereño, deteniéndose en los restos de derruidas estaciones que guardan, como testimonio de lo que ya no son, las huellas de antiguos esplendores.
Es el tren carguero que hace el recorrido hasta el Tigre por la vieja línea cerrada a principios de los años sesenta. Mis amigos y yo somos, creo, sus únicos pasajeros; nos subimos en el furgón y vamos acompañando su recorrido hasta que se avizoran las estribaciones del Delta. El viaje puede durar toda la tarde, sin apresuramientos, sin exigencias, con la lentitud de quien sabe que nada ni nadie lo espera, así marcha el viejo tren, sin destino, cumpliendo con dignidad un rito que se va apagando. Y nosotros, niños, nos sentimos libres trepando en sus vagones, subiendo hasta sus techos, alcanzando la locomotora y conversando con el maquinista, el único y último compañero del tren. La tarde es nuestra, a nuestro costado se derrama el inmenso río, en lo alto de inusuales colinas se levantan enormes casas, algunas de las cuales se volverán ámbitos de otras aventuras. Es deliciosa la sensación que nos embarga, pasajeros sin boleto de un tren que se desliza sin apresuramiento por las vías que parecen no llevar a ningún sitio. Muchos años después, cuando el país se convirtió en otro país, cuando de aquellas experiencias sólo quedó el vago recuerdo, viajo en otro tren por las mismas vías, montado, ahora, en vagones con aire acondicionado, pasando por estaciones reconvertidas en pequeños shopping centers o en restaurantes a la moda, rodeado por pasajeros que nada saben de esas vías y de ese otro tren que supo transitar por ellas; que lo único que quieren es divisar las riquezas de otros, las que asoman por las ventanillas, que esperan llegar al fin del viaje para perderse entre los miles de turistas que recorrerán el Tigre. Una nostalgia de otro tiempo me asalta; la nostalgia de ese tren sin pretensiones que, con dignidad inusual, seguía haciendo su recorrido dejando que unos niños descubrieran, durante esas deliciosas tardes de primavera y verano, el significado de la libertad, la experiencia de la maravillosa inutilidad montados en una locomotora que sabía, ella y el maquinista, que su viaje ya había concluido.
Siempre me atrajeron las cosas ajadas, marchitadas, los barrios cristalizados en una decadencia que a nadie le interesa; caminar por aquellos lugares en los que se guardan secretos cuyo desciframiento se ha vuelto imposible porque eran el producto de otra época, de otros modos del existir. Cuando recordaba aquel tren que hacía el recorrido ribereño, sentí, nuevamente, esa atracción por la dignidad que se oculta en lo anacrónico, la fascinación por la entereza de quien se sabe fuera de tiempo, condenado a la extinción. Esas vías casi muertas me hablaban de otro país, susurraban sonidos olvidados, daban testimonio de una realidad desvanecida que, sin embargo, seguía allí convertida en fantasma. Lo que hay ahora sobre esas vías es, definitivamente, otra cosa, algo por completo distinto y que remite a otra sociedad que se ha deshecho de sus saldos a bajo precio.
Ya escribí sobre el tren, regresó el de la infancia y aquel otro del Cuzco. No deja de sorprenderme que para mí no represente el avance prodigioso del progreso ni sea la metáfora de una modernidad que todo lo transforma. Recuerdo aquella sentencia de Marx que homologaba la revolución con la locomotora de la historia; pero también surge aquella pesadilla de Max Weber en sus años de profunda depresión en la que recurrentemente soñaba un tren descarrilado; y esa interpretación hecha por Benjamin de la frase de Marx en la que se preguntaba si no era tiempo de que la raza humana que viajaba en ese tren llamado progreso no le echara el freno de emergencia. Lo cierto es que desde su fulgurante aparición en la escena de la historia el tren abrió el surco del progreso, transformó irremediablemente cuanto lugar fue atravesando y fue expulsando a sus antiguos pobladores cambiando la faz de la naturaleza. Hablar del tiempo decimonónico es homenajear al tren.
Hoy, cuando pienso en el tren, pienso en algo anacrónico, en un mundo desvanecido o, en el mejor de los casos, en las huellas dejadas por una manera más amable de recorrer las distancias. Sé que la nostalgia por aquellos trenes fundadores, cierta tristeza ante su decadencia en nuestras regiones producto de la estupidez de los poderosos, puede oscurecer su manera de construir historia que, por supuesto, no ha sido ajena a violencias y expropiaciones. El tren fue testimonio de lo nuevo, del triunfo de la época del acero y de las nuevas fuentes de energía, pero fue también irrupción violadora de memorias y culturas, mecanismo irreversible de modificación del paisaje. Es extraño cómo puede volverse amable un paisaje surcado por una vía fantasmagórica cuando en su tiempo de esplendor fue portadora de todo lo que traía aparejado la “llegada” de la civilización. En nuestro presente el tren, nuestro tren, despierta remembranzas de otros tiempos, de gentes y pueblos nacidos a su vera, de inauditas hazañas realizadas por aquellos que se internaron en las zonas más inaccesibles para abrirle camino a esa bestia de hierro y humo. El tren ha sido testigo de nacimientos, de trabajo febril, de esperanzas, de transhumancia, de discursos revolucionarios, de prácticas sindicales, de complots y de sagas literarias. El tren fue de los poderosos pero también cobijó el sueño emancipatorio de los desposeídos. Extraña amalgama en la que se fusionan las empresas del capitalismo capaces de devorarse todo a su paso y las ilusiones de aquellos que volcaron su esfuerzo y su sudor en la construcción de esas infinitas vías férreas que deberían haberlos conducido a un mundo mejor pero que fueron tragándose sus vidas y sus sueños.
Aquel tren que me llevó, casi treinta y cuatro años atrás, de Cuzco a Puno no sólo me permitió subirme al techo del mundo recorriendo el altiplano, también me condujo en un viaje por el tiempo o, sería mejor decir, “por los tiempos” porque uno era el tiempo de la mujer que permaneció sentada allí donde entorpecía el paso en el vagón de primera; otro era el tiempo del turista que veía con ojos deslumbrados el exotismo del paisaje y de las escenas que se desplegaban a su alrededor; muy diferente era el tiempo de aquel coya que caminaba sin apuro por la inmensidad desértica de la puna. Los tiempos del tren son, tal vez, los diversos tiempos superpuestos de la historia y de los recuerdos. Para algunos es su vida, su alimento, su cultura; para otros es la evidencia de una época que ha quedado a sus espaldas, testimonio de un ayer devorado por las inclemencias del propio progreso al que vino a darle su puntapié inicial. Tiempo de la nostalgia y del trabajo, tiempo de la aventura civilizatoria y tiempo del sometimiento; todos los tiempos se guardan en el paso cansino del tren.
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