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COSTA RICA: CONDUCIR LA SERPIENTE DE HIERRO

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Mensaje por gaston9093 Lun Abr 06, 2015 8:26 pm

COSTA RICA: CONDUCIR LA SERPIENTE DE HIERRO 1331-692x360

A lo largo de una enredadera de vías desperdigadas por la ciudad, los maquinistas hacen equilibrio entre llegar a tiempo y llegar a salvo. ¿Cómo se aprende a manejar un tren?

La serpiente de hierro forjado acelera poco a poco sobre los rieles. En sus fauces, un hombre empuja con suavidad una pequeña palanca negra y, con su pie, presiona la bocina que avisa su paso. Es el llamado gutural de la serpiente, reina olvidada de la ciudad, que poco a poco busca regresar a su trono.

Carlos Valverde conduce la serpiente. El coordinador de trenes del Incofer es uno de los maquinistas más experimentados del país y, hoy, está sentado en la cabina de la unidad número 2 dirección San José-Belén. Don Carlos es el referente en conducción de trenes en Costa Rica. Es quien transportó a Calderón, a Pacheco, a Arias, a Chinchilla, a Solís; a usted, a mí.

Valverde es el hombre que debe esquivar carros, buses, peatones y motos que se interponen en la vía. Es quien, una vez, tuvo que detener el tren, bajarse de la cabina y tocarle el hombro a la mujer que, ocupada hablando por teléfono, no se percató del centenar de toneladas que rodaban hacia ella: “Disculpe señora, ¿me regala campito, que voy con el tren?”.

Tres décadas de experiencia le avalan. El hombre que hoy hace de todo –coordina, conduce, administra– ya hizo de todo: trabajó en los talleres, hizo reparaciones, pasó dos años en Puntarenas aprendiendo de viejos maquinistas a manejar las antiguas locomotoras de diesel; luego, los trenes más modernos.

Cuando Miguel Carabaguíaz, quien presidió el Incofer durante su renacimiento, preguntó a uno de sus ingenieros quién podía mover aquellas máquinas, le respondieron sin dudarlo: Carlos Valverde.

Con Valverde van, en la unidad 2, don Martín Castillo, otro conductor de vieja escuela, y Carlos Sibaja –llamémosle Charlie– un joven ayudante que ya pasó por anfitrión de trenes de turismo, cobrador y cuanto puesto se interponga en su ilusión de ser, algún día, maquinista.

La ida

El 28 de junio de 1995, el entonces presidente de la República, José María Figueres Olsen, estampó su firma en el acuerdo SCD-106-95 y, con esto, oficializó el cierre técnico del Instituto Costarricense de Ferrocarriles.

Aquello no solo significó la muerte del tren como activo en el desarrollo del país, sino que puso a más de 700 personas en la calle y sin trabajo. De esos centenares, varias decenas eran maquinistas: un grupo de hombres entrenados para conducir algunos de los vehículos más complicados que existen en el mundo… pero poco más.

Relata don Carlos que, de contar con una posición social importante y un salario generoso –inflado por el pago de muchísimas horas extra– que le permitió comprar propiedades y estrenar carro, entre otros lujos, de un día para el otro ya no tenía nada. El Incofer estaba plagado de pulgas administrativas que, desde hacía tiempo, venían desangrando sus arcas.

El desorden se ramificaba por doquier: confiados en la importancia de su puesto y de sus horas extra, el gremio de los maquinistas no aseguró puntos importantes en sus derechos laborales; cuando llegó el Día Final, las prestaciones se calcularon sobre el salario base más bien bajo que cobraban. Por 23 años de servicio, don Carlos recibió un millón y medio, que en la época equivalía a $8.300.

El impacto del cierre, empero, no se limitó a lo económico. Dice don Martín que “salí de aquí con dos hermanos, un tío y un amigo, de vuelta a Atenas, donde vivíamos; ibamos llorando todo el camino. Yo llevo el ferrocarril en el corazón. ¿Qué iba a hacer si no había trenes?”. El dolor es imaginable: ser maquinista había sido el sueño de su vida, desde que comenzara a trabajar como peón de vía en el 76, en Puntarenas.

Desde ese, su punto de partida, hasta ser nombrado maquinista tres años antes de que el Incofer cerrara puertas, don Martín tuvo que recorrer un camino largo y empinado: trabajar, estudiar, trabajar, aprender, entender, trabajar, practicar, trabajar trabajar trabajar. Tuvo suerte de que, cuando se convirtió en ayudante de maquinista, su maestro fuera el propio Carlos Valverde, a quien considera uno de los más finos en el país.

Nada de eso lo preparó para el momento del final. Durante un año se dedicó a “volar cuchillo, a coger café, a pintar casas”, hasta que encontró trabajo en la finca del hoy diputado Antonio Álvarez Desanti; allí permaneció hasta que hace dos años lo reclutaron para, una vez más, cumplir su anhelo de infancia: conducir trenes.

Don Carlos, por su parte, soportó el dolor de una vida sin trenes administrando un negocio junto a un amigo, alquilando una cabina en la que invirtió parte de su dinero de los años mozos, e incluso desempeñándose como taxista. “A mí me fue bien”, asegura. Cuenta que a algunos de sus compañeros la depresión los consumió. Dice que más de uno comenzó a caminar, durante las noches, por las vías en abandono, esperando la llegada de un tren que nunca aparecería.

Charlie dice que no se puede explicar. Que se lleva por dentro. “No es como que me gusten los horarios, o que lo haga por el salario”. Sus mayores concuerdan en que la vocación del maquinista es un misterio insondable.

“Antes de que me llamaran de vuelta al Incofer, yo me ponía a ver las noticias de canal 7, que son en directo”, cuenta don Martín, “porque sabía que a esa hora pasaba el tren ahí cerca. Sentía escalofríos de imaginar la locomotora a toda velocidad por las vías”.

Entre los tres –Martín, Carlos y Carlos– suman más de medio siglo de experiencia: no toda positiva, no toda negativa. No hay maquinista que no haya vivido un choque, un vuelco, algún chasco, del tipo que sea. Charlie cuenta, por ejemplo, que una vez, a un compañero ayudante, lo asaltaron mientras movía los rieles en un desvío. “Le pusieron una pistola en la cabeza, mientras el conductor veía desde la cabina. ¿Qué iba a hacer?”.

Pregunto a don Carlos cuál ha sido su experiencia más memorable en las vías, para bien o mal. Dice que él, a diferencia de muchos de sus compañeros, no ha matado ni le ha amputado alguna parte del cuerpo a alguien: los gajes del oficio. Sin embargo, sí recuerda un episodio en particular, acaecido décadas atrás.

Había salido de Puntarenas temprano, con un tren de carga. En un momento del recorrido, antes de pasar por Orotina, puso la máquina en manos del ayudante por unos minutos.

El tren marchaba veloz, mientras el sol despuntaba en el cielo. A las seis de la mañana, la sombra de los árboles oscurecía las vías.

Tanto así que, cuando don Carlos recibió los controles de vuelta, no pudo ver al bebé que gateaba entre los rieles hasta que fue demasiado tarde. De poco valió el freno de emergencia, y don Carlos lo sabía. Agitado, se apeó de la máquina. Con los pies en tierra, el alma le volvió al cuerpo: el tren, literalmente, había pasado por encima del bebé, que resultó ileso.

Años más tarde, una vez instaurado de nuevo el Incofer y con don Carlos de vuelta a su antiguo trabajo, a Valverde le correspondió hacer un paseo en tren a Orotina. El hombre decidió almorzar en el pueblo.

Encontró un restaurante frente al parque y topó con conocidos de las épocas antiguas. Qué andás haciendo por aquí, le preguntaron. Volví a los trenes, respondió él, feliz; entre todos se sentaron a conversar sobre los ferrocarriles a viva voz.

—Disculpe —interrumpió entonces la muchacha que les tomaba la orden—. ¿Usted conduce trenes?

—Sí —respondió don Carlos. La joven se sonrió.

—Qué casualidad —dijo—. Viera que cuando yo era bebé, me pasó un tren por encima.

La vuelta

La unidad número 2 acelera sobre las vías de camino hacia San José, proveniente de Belén. A espaldas de la cabina del conductor, el sol se oculta bajo un cielo cada vez más negro. Muere la tarde y el tren, con su luz poderosa, parte la noche en dos.

Don Carlos no está contento, sin embargo. Desde que la máquina abandonó la estación de Belén, lleno a reventar de pasajeros, Valverde supo que algo iba mal.

De pronto, por primera vez en todos los recorridos que hicimos juntos, la fotógrafa y el periodista dejamos de existir. En el instante en que las cosas comenzaron a complicarse, para don Carlos el universo entero se reduce al tren que le correspondía conducir.

El hombre dice a Martín que no le gusta cómo suena el motor. Que el tren va mucho más caliente de lo normal, que las revoluciones por minuto no tienen sentido. Le preocupa la pendiente cuesta arriba entre Pavas y La Sabana.

“Sí subimos”, le asegura Martín. Carlos y Carlos no lo creen: “No con tanta gente”, tercia el ayudante. Don Carlos se lo piensa un segundo. Solo uno, apenas.

De inmediato, sus décadas de experiencia quedan en evidencia. Valiéndose de dos radios y un teléfono celular, y sin soltar nunca los controles de la máquina, don Carlos coordina toda una estrategia de emergencia.

El tren se arrastra, a meros 14 kilómetros por hora, hasta la parada de Metrópolis, cerca de este conflictivo barrio de Pavas.

Una vez ahí, los hombres del tren avisan a los pasajeros que deben bajar todos porque el ferrocarril presenta inconvenientes.

De inmediato ponen un parche a las quejas inminentes: la lenta velocidad de la unidad ha permitido al siguiente tren darles caza, por lo que la espera será mínima para los usuarios.

Una vez vacíos los carros, don Carlos se pone de nuevo en marcha. Tiene una ventana de tiempo limitada: debe llegar al próximo desvío, hacerse a un lado y permitir que el siguiente tren pueda pasar sin toparse de frente al que ya ha salido de San José en dirección opuesta.

El ajedrez de las vías requiere precisión milimétrica; nadie en este país, sin embargo, lo juega mejor que don Carlos Valverde.

A los pocos minutos, finalmente la unidad 2 alcanza el desvío.

Charlie apaga el motor a las órdenes del maquinista; de inmediato intenta encenderlo de nuevo. “No no, déjelo descansar”, le comanda Valverde. “Hay que darle un rato para que se refresque”. El ayudante, de inmediato, obedece.

Afuera de la cabina reina el silencio absoluto de una vía de tren en desuso; adentro, el mayor de los maquinistas brinda una lección. “Este tren tiene una memoria que necesita resetearse. Si usted lo apaga y lo prende de nuevo, el problema va a persistir. Démosle aire”, explica, antes de sumergirse en un monólogo plagado de términos técnicos propios de quienes llevan los rieles por dentro, como arterias que los mantienen vivos.

Charlie y don Martín escuchan atentos, sin pestañear, sin objetar, sin hacer ruido. No importa cuántos años pasen, don Carlos es maestro hoy, fue maestro ayer, será maestro mañana.

Tan pronto don Carlos concluye su lección, el silencio del exterior invade las entrañas de los carros. Cuando el poeta Baudelaire escribió sobre un oasis de horror en un desierto de aburrimiento no se refería a un tren varado en medio de la nada, pero bien vale la metáfora: en la oscuridad de la noche, la máquina vacía es un monstruo dormido.

De pronto, se escucha un rumor que se acerca con prestancia. Es otro tren de pasajeros que se avecina a toda marcha por la vía principal. Dentro de algunos minutos, don Carlos encenderá el motor de nuevo y, como si sus palabras hubieran sido las de un mago o un curandero, el tren responderá con brío y nos llevará de vuelta a la Estación del Pacífico.

Pero eso será más tarde.

Ahora mismo, la unidad que se aproxima manda en las vías. Su luz frontal es un faro en un océano oscuro; su bocina es un rugido que ensordece y que demanda respeto: aquí voy yo.

Cuando el tren pasa junto a nosotros, empero, deja de ser amenazante: los ayudantes, cobradores, maquinistas, todos ellos se asoman a la ventana para saludarnos; Don Carlos, don Martín y Charlie corresponden.

—¿Han notado que siempre que nos cruzamos con otro tren, no importa la hora que sea, nos saludamos todos? —dice Charlie —. Cuando estaba pequeño, mi papá me llevó una vez a conocer a un maquinista y le pregunté por qué hacen el saludo siempre. “No nos estamos saludando”, me dijo. “Nos estamos despidiendo porque no sabemos si nos volveremos a ver”.

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